Enfermedades del espíritu
A. Enfermedades de la vida espiritual 1. Tibieza espiritual 2. Mediocridad espiritual (acedia) B. Enfermedades espirituales de base fisiológica C. Enfermedades de la vida espiritual de implicación psicológica
José Inés
9/23/20234 min read
Enfermedades de la vida espiritual
En un sentido, puede considerarse como enfermedades espirituales cada uno de los vicios capitales que padece el ser humano; al menos cuando llegan a tal grado, que el ser humano se siente vencido por él de manera que no se cree ya capaz de superarlo.
Vamos a detenernos en dos enfermedades espirituales que pueden llamarse formalmente «enfermedades de la vida espiritual» y que hacen destrozos entre los que con todo ánimo la comenzaron: la tibieza y la mediocridad.
1. La tibieza espiritual
La literatura espiritual es unánime en señalar la tibieza como la enfermedad peligrosa del progreso espiritual. En el cuidado de la dirección se trata, más bien, de prevenirla, que es más fácil que curarla.
a. Síntomas y signos.—El director espiritual tiene que estar atento a no identificar la tibieza con la simple aridez. La tibieza lleva consigo aridez, pero sin el afán consentido de desahogo en disfrutes del orden de los sentidos; es una aridez culpable, dependiente originariamente de su voluntad, consecuencia de actos suyos responsables. No es la sequedad o falta de fervor de quien aún no ha entrado por los caminos altos del espíritu, sino que tiene el matiz de «envejecimiento», de algo que se marchita, se comienza a hundir.
Lleva consigo un sentido de «relajación», de necesidad de satisfacción inferior, junto con pesadez y desgana para, los valores espirituales como tales, especialmente para la oración y soledad espiritual, con aburrimiento en el cumplimiento del deber cotidiano vivido en su dimensión de servicio de Dios, dejándose invadir por una visión práctica y utilitaria y activista de la vida. Basta el menor pretexto para suprimir la relación con nuestro creador, y sus cosas están en un segundo lugar vital y se cumple con él cuando no hay otra cosa que hacer, cuando la hace, falta la preparación, se nota irreverencia, languidece con aburrimiento y voluntarias distracciones. Se advierte en la víctima de este mal una disipación continua, ligereza de corazón y de sentidos, horror a entrar dentro de sí mismo. El sacrificio queda casi completamente descartado; tiene miedo de la mortificación. Actúa sin reflexión, por pasión y por respetos humanos, según el gusto, dando preferencia a la vanidad, sensualidad y amor propio.
Pero todo esto puede ser pasajero, momentáneo relativamente, un período de cesión y abandono. Entonces puede no tratarse de tibieza, sino de un período de tentación, o incluso, en algún caso, con cierta mezcla de procesos patológicos y de cansancio. Es importante no dictaminar demasiado rápidamente que se trata de tibieza, porque puede hundir a la persona.
Para la tibieza tiene que darse un estado crónico vital habitual con aceptación frecuente del error venial deliberado. Tibio es, pues, aquel que, asustado por la dificultad que siente en el camino de la virtud y cediendo a las tentaciones, pasado el primer fervor del espíritu, deliberadamente determina pasar a una vida cómoda y libre, sin molestias, contento con cierta apariencia exterior, con horror a todo progreso en las virtudes, quizá con un compromiso de conciencia, tranquilizándole con el argumento de que no comete faltas mayores.
No suele ser raro que este cuadro se complete con un sentimiento de cierta paz aparente del alma, sobre todo porque no siente muchas tentaciones y agitaciones. El mal espíritu favorece este estado y procura que sienta satisfacción en su modo de vivir para que, hinchado y soberbio, vaya creyendo que él entiende mucho de la sensatez de la virtud y llegue a convencerse de que va bien y no necesita otros esfuerzos, condenando a los demás con toda libertad. Así, crece el fastidio de lo espiritual y de todos los medios de progreso espiritual auténtico y va cayendo hasta el precipicio sin percatarse.
b. Su naturaleza.—La tibieza, por su naturaleza, se suele relacionar con la acedía, vicio capital y fuente de tentaciones humanas y diabólicas ampliamente tratada en los grandes autores de la espiritualidad monástica, que frecuentemente la identificaban con el que ataca a las horas fuertes del mediodía
Pero en la tibieza no es sólo la acedía como momento o período de tentación, con sus variantes y con sus consecuencias viciosas de oscuridad, somnolencia, inquietud, vagabundez, inestabilidad de mente y de cuerpo, verbosidad, curiosidad , sino que se trata de estado de acedía con una estabilización de esos mismos resultados, que afectan al tenor de la vida.
Por su misma naturaleza, se opone al fervor de la caridad. En efecto, la caridad, de suyo, tiende a ser ferviente, a llevar hacia lo mejor y activar las virtudes, con una radical oposición al pecado venial y a cuanto desagrada. La tibieza, en cambio, neutraliza la dinámica de la caridad, volviéndola lánguida, sin actividad, sin ilusión por progresar, sino resignada a su estado y fácil en admitir el pecado venial, con pérdida del sentido de generosidad.
c. Génesis y medicina preventiva.—Frecuentemente, suele aparecer la tibieza, tras un período de fervor, por falta de constancia. Complaciéndose en lo que ha gozado y vivido, quizá se lo atribuye a sí mismo. Queda en sequedad, con inclinación al goce de los sentidos, y, contentándose en ese nivel, se va dejando dominar por una progresiva negligencia, sin mirar ya a la generosidad ilimitada.
Cuanto tiende a romper o, al menos, a amortiguar el impulso generoso del amor, favorece la entrada lenta de la tibieza. Porque perder ese impulso es no estar ya al unísono con el dinamismo de la caridad.
En las personas activas puede estar en la raíz el agobio de trabajo y de ocupaciones exteriores, aun en el servicio y tomados inicialmente por obediencia. El quehacer y las necesidades de las almas ahogan. Poco a poco, la vida interior se debilita. Se deja invadir por puntos de vista humanos, y pierde lentamente la inteligencia de los medios sobrenaturales. No pierde la fe, pero cesa el avance espiritual.
En las personas contemplativas, el peligro estará en dejarse llevar por una aplicación superficial a las cosas sin verdadera profundidad ni vigor. Superados los defectos más notables y que podrían deparar una sorpresa seria en su vida, ahora se mantienen en un cierto equilibrio interior sin progresos reales, sin abnegación verdadera.
En muchos casos se suele presentar una especie de cansancio general, producido por la monotonía de la vida espiritual. Tantos esfuerzos renovados sin éxito aparente llevan a considerar la mediocridad como prácticamente inevitable. Los deseos de otro tiempo se vienen a considerar como puras ilusiones irreales.
Este cansancio desalentado será tanto mayor cuanto con más ímpetu e impaciencia se lanzó apoyado en sus propias fuerzas. En aquellas disposiciones había mezcla de amor propio inconsciente. Y ahora viene la renuncia práctica a aquellos sueños, la estabilización en la mediocridad.